Capítulo 2 – Son Solo Tres Meses

Las manifestaciones se prolongaron todo el fin de semana con buena parte de la población apostada en la plaza principal de Esperanza de la Sierra, el sonido de las cacerolas retumbaba entre las paredes de las edificaciones que rodean la plaza y aseguraba que incluso los más indiferentes escucharan lo que el pueblo tenía que decir a los gobernantes displicentes y arrogantes. El Ruso solo había ido a su casa un par de horas a cambiarse la ropa embadurnada con huevo y harina el sábado por la tarde, el resto del tiempo lo había pasado en la municipalidad esperando a que lo llamaran del gobierno central para darle instrucciones. El domingo, a las tres y media de la tarde, el teléfono rojo que se encontraba encima del escritorio del Ruso sonó por primera vez en todo el fin de semana. Era un representante del gobierno central de Buenos Aires. “Alberto Orlov, por favor”, dijo el hombre desde el otro lado de la línea. “Soy yo”, respondió el Ruso. “Como usted debe saber, la situación financiera del país ha entrado en una profunda crisis y requerimos de toda su colaboración para mantener la integridad de las instituciones durante los siguientes tres meses, que es el tiempo que durarán las restricciones en las transacciones bancarias en todo el territorio nacional”, dijo el hombre. “¡Tres meses!”, dijo el Ruso con sorpresa. “Sí, tres meses”, respondió el hombre antes de colgar el teléfono. El Ruso se sentó con la mano derecha en la quijada pensando cuidadosamente en lo que debía hacer, su conclusión fue que era mejor que la gente se enterara primero por medio de él que por los medios de comunicación, minutos más tarde tomó el megáfono, salió al balcón de su oficina que daba a la plaza principal y encaró a las masas. Antes de poder pronunciar palabra alguna, un tomate salió disparado unos cuantos metros por encima de las cabezas de todos los manifestantes e impactó al Ruso en el pecho. “¿Quién ha sido?”, preguntó el Ruso por el megáfono. “Tu abuela”, respondió un manifestante desde el medio de la plaza. Repentinamente una multitud de tomates salió proyectada desde varios puntos de la plaza hacia el balcón, el Ruso pudo ver cómo esa nube roja se acercaba a él rápidamente, pero alcanzó a tirarse al suelo evitando que lo impactaran. Desde el suelo con el megáfono encendido le pidió a las masas que se calmaran pues solo quería informarles los últimos acontecimientos en Buenos Aires. Todas las personas que estaban en la plaza guardaron silencio cuando escucharon al Ruso pues los ahorros de todos los presentes estaban en juego. El Ruso se incorporo rápidamente y saludó a la gente con un seco: “Buenas tardes”. “¡Acá no ha pasado nada!”, gritó un manifestante, interrumpiendo al Ruso. El nerviosismo invadió al Ruso cuando escuchó la temida frase y solo pudo decir: “¡Son solo tres meses!, ¡son solo tres meses!”.

De inmediato el Negro, que se encontraba escondido detrás de las cortinas de la puerta que daba al balcón, le dijo: “Ruso, Ruso, ¿a qué te referís con son solo tres meses? ¡Explicate!”. El Ruso se llenó de valor, puso bajo control todas las emociones que estaba sintiendo en ese momento y dijo que las restricciones a las transacciones bancarias solo durarían tres meses. No había acabado de hablar cuando una nube de diversos alimentos entre los que predominaban los huevos y los tomates salió proyectada hacia el balcón. El Negro se alcanzó a esconder detrás de la puerta, pero el Ruso recibió un impacto directo en todo su cuerpo, dejándolo completamente cubierto de una espesa capa de tomate y huevo, entró a la oficina como pudo, cerró la puerta y se recostó en la pared de al lado dando un profundo respiro. “El discurso bien, ¿no?”, le dijo el Negro haciendo uso de ese sarcasmo que lo caracterizaba. “¡Metete tus bromistas por donde te quepa! ¡Negro pelotudo! ––le respondió el Ruso–– “Más bien andate a buscar a los policías porque la situación se está saliendo de control”. El Negro salió de la oficina caminando tranquilamente, como si no estuviera pasando nada y antes de cerrar la puerta le dijo: “Ruso, ¿vos de verdad creés que van a ser solo tres meses?”.

El 28 de febrero de 2002 era el último día de los tres meses que duraría el corralito. El Ruso había logrado disuadir a la población de llevar a cabo más protestas con la excusa de que todo volvería a la normalidad al final de los tres meses, pero esa endeble tranquilidad era amenazada por los constantes rumores de que el corralito iba a ser extendido por ocho meses más. Los ánimos ya se encontraban calientes desde inicios de febrero, cuando los pesos empezaron a escasear en Esperanza de la Sierra. “Ruso, no hay plata en la calle”, solía decirle el Negro cada vez que volvía de patrullar el pueblo. “Al final de los tres meses todo vuelve a la normalidad”, respondía el Ruso con la esperanza de que el gobierno cumpliera su promesa, pero no podía evitar tener un mal presentimiento del futuro indescifrable que le esperaba ese año, pues era evidente que el abandono repentino del presidente de la República a todas sus funciones como jefe de Estado, abordo de un helicóptero que partió de la casa presidencial y ante la mirada atónita de toda la nación, delineaban el trazado de un camino hostil por el que estaba por transitar todo el país y Esperanza de la Sierra.

Una semana antes de finalizar los tres meses, el inconformismo de la población llegó a su cúspide cuando Pablito Masterson, el loco más querido de Esperanza de la Sierra, intentó hacer la compra del día en el supermercado de los chinos con billetes del popular juego «El Estanciero». Los chinos con ese olfato nato para el dinero le pidieron que se marchara de su tienda si no tenía pesos, pero Pablito se negó y empezó a hacer esos movimientos circulares con su cabeza por los que era conocido en todo el pueblo. El Chino Wang, tal vez por ignorancia o simplemente para enviar un mensaje a los clientes del supermercado, tomó a Pablito por el brazo para sacarlo del supermercado, pero Pablito se resistió y se tiró al piso, el Chino empezó a insultar a Pablito mientras se encontraba en el piso: “Andatle, no querer plobremas, loco, acá pagar con plesos”, decía el chino con ese castellano maltrecho que siempre habló y nunca intentó mejorar. Pablito solo repetía desde el piso: “No tengo pesos, pero tengo la plata del juego de mi hermano para pagar”. En medio del alboroto, Roberto Flores, el corpulento vecino y mejor amigo de la familia de Pablito, entró al supermercado después de que una vecina le avisara que el Chino estaba agrediendo a Pablito, tomó al Chino por el brazo y lo lanzó contra la caja registradora que se abrió con el impacto que el Chino le pegó con la cabeza. Ese fue el inicio del primer saqueo a un local comercial en toda la historia de Esperanza de la Sierra. En cuestión de segundos, el supermercado se llenó de gente gritando, “el poder para el pueblo, no tenemos pesos y necesitamos comer”, mientras se llevaban todo lo que podían. En medio del escándalo llegó el Negro Cortes con dos policías, cuando vio que la situación estaba fuera de control, desenfundó su arma oficial, apuntó al profundo cielo azul de esa mañana de verano y disparó dos veces, todos los que estaban saqueando el lugar quedaron paralizados después de escuchar el disparo. “¡Todos afuera!”, gritó el Negro. Cuál fue el asombro del Negro cuando vio salir entre el tumulto de gente al médico, al dentista y al juez, que salió usando gafas oscuras y un sombrero para ocultar su identidad. Pablito salió último con Roberto haciendo esos irritantes movimientos circulares con su cabeza. “El Chino empezó todo, yo tenía plata para comprar”, gritaba mientras le mostraba al Negro con su mano derecha los billetes del estanciero. El Ruso llegó poco tiempo después de que el Negro pusiera la situación bajo control, habló con él unos minutos hasta que fue interrumpido por el Chino que le gritó desde la puerta del supermercado. “Aquli no pasla nadla, Ruso colupto”, luego cerró la puerta del supermercado con llave. El Ruso miró la puerta por unos segundos pensando que la escasez de pesos podía generar una crisis que nunca se habría podido imaginar, ni siquiera en el peor de los escenarios.

El Ruso no había ido a la universidad y nunca había estado a más de cien kilómetros de Esperanza de la Sierra, había sido criado por su padre y su abuelo en la zona rural de Esperanza de la Sierra. A la edad de doce años empezó a trabajar las tierras que su abuelo Dimitriv Orlov compró en 1925 con unos ahorros que trajo desde Rusia, su país natal, y fue precisamente ese pasado con poco estudio y mucho trabajo de labriego el inicio del tormento que empezó a rondar al Ruso ese día. No tengo ni la preparación ni la experiencia para manejar una crisis de estas dimensiones, pensaba constantemente después de ver lo que el pueblo inconforme podía llegar a hacer. Ese mismo día, en la municipalidad, le comentó al Negro Cortes confidencialmente que no se sentía preparado para manejar una crisis como la de ese día. “¿Sos boludo o es que te hacés? ¿Vos no estarás pensando en salir huyendo como el presidente? Mirá que acá no tenemos helicóptero”, le dijo el Negro sarcásticamente pero mirándolo fijo a los ojos. “Ruso, vos no tenés estudios, ni yo tampoco, pero este pueblo es nuestro hogar y le debemos fidelidad en este momento de crisis. Lo que vos tenés que hacer es pensar en una solución para este quilombo que se han montado en Buenos Aires y dejate de boludeces. Concentrate en encontrar una salida para todos. Salí, tomá un poco de aire y despejá tu mente”, le dijo el Negro. El Ruso escuchó al Negro sin pronunciar palabra, al fin y al cabo él era su mejor amigo y a quién escuchar si no a él.

El Ruso salió a la plaza que estaba enfrente de la municipalidad y se sentó en un banco que estaba al lado de la estatua del General Urquiza ante la mirada atenta de las ayudantas del cura que se encontraban al frente de la iglesia. El Ruso las miró, las saludó con la mano y cambió de posición en el banco para evitar mirarlas. Qué pesadas son estas viejas, no dejan ni tomar aire fresco en paz, murmuró el Ruso mientras cambiaba de posición y las saludaba con la mano. Al girarse quedó cara a cara con el pastor de la iglesia cristiana del pueblo, Lázaro Martínez, el Ruso lo vio, dio un profundo respiro y murmuró en voz baja: “A la mierda con despejar la mente y tomar aire fresco, es imposible en este pueblo”. Lázaro se acercó al Ruso, le dio un impreso en el que se podía leer “pues el amor al dinero es la raíz de toda clase de mal; y algunas personas, en su intenso deseo por el dinero, se han desviado de la fe verdadera y se han causado muchas heridas dolorosas” (1 Timoteo 6:10) y se fue sin decir nada. El Ruso leyó el papel detenidamente sin pestañear y no pudo estar más de acuerdo con la escritura que estaba plasmada en el impreso. El dinero, ese papel que físicamente no tiene ningún valor era el que estaba ocasionando una de las peores crisis en la historia de la nación, el apego a ese papel había llevado a los bancos a dejar sin sus ahorros a millones de personas con pleno beneplácito del gobierno que muy seguramente también estaría cuidando sus reservas de papel moneda. El Ruso nunca le preguntó a Lazaro por qué había escogido ese versículo de la Biblia para repartir ese día, pero era evidente que la crisis entera desde de su inicio hasta su impredecible final se podía resumir en esas palabras. El Ruso cerró su puño con el papel y salió apresuradamente para la municipalidad, justo antes de cruzar la calle se encontró con Pablito Masterson que le mostró los billetes del Estanciero mientras hacía ese irritante movimiento circular con su cabeza. El Ruso no se detuvo cuando lo vio, pero alcanzó a decir en voz baja: “Este pibe tiene el cuello de goma”, mientras caminaba apurado a la municipalidad. El Ruso entró por la puerta principal de la municipalidad diciendo, el amor al dinero es la raíz de todos los males, todos los empleados de la municipalidad pararon de trabajar cuando lo escucharon decir tal barbaridad, él no les dio ninguna atención y subió las escaleras saltando de a dos escalones, entró a su oficina y se sentó al frente de su escritorio a materializar la idea que le permitió ver una salida al oscuro futuro que le esperaba ese año. El Negro entró a la oficina después de él, cerró la puerta y le dijo: “¿Y a vos qué bicho te picó? ¡Salís a tomar aire y volvés predicando la Biblia! Ponete serio que esto se está yendo a la mierda”. El Ruso se levantó y se ubicó cerca de la ventana. “¡Hay una forma, Negro! ¡Hay una solución!”, dijo. El Negro no respondió pero le hizo una señal con la cabeza indicándole que continuara.

“Vamos a empezar diciéndole a la gente que el corralito se va a prolongar por un año más”, le dijo el Ruso emocionado.

“Ruso, ¿vos estuviste bebiendo? ¿O qué mierda te pasa? ¿Ya te lo notificaron de Buenos Aires?”, le preguntó el Negro.

“No, pero está claro que el corralito se va a extender por lo menos hasta final de año. No nos vamos a defender más, vamos a atacar para derrotar esta crisis sin sentido que esta destruyendo nuestra comunidad. ¡Vamos a luchar contra el poder de la plata!”, dijo el Ruso.

“¿Vos estuviste consumiendo drogas, Ruso? Mirá que me estás empezando a preocupar. Ponete serio y dejate de joder”, le respondió el Negro.

“¿Para qué necesitamos la plata?”, preguntó el Ruso. El Negro movió su cabeza en señal de resignación y miró para abajo. El Ruso aprovechó para continuar explicándole esa idea que había cambiado su percepción sobre la plata: “La plata es necesaria para comprar los productos que otra persona produce y esta persona a su vez necesita esa plata para comprar los productos que necesita de otra persona. De esta forma la plata se volvió un bien común que todo el mundo quiere pues te da acceso universal a todos los productos que otras personas producen, pero en realidad su único valor es el que la misma gente le da, una vez nadie más quiera la plata para comprar sus productos, su único valor no será nada más que el de un simple papel”. El Negro miró al Ruso con una mirada que reflejaba que no entendía absolutamente nada de lo que el Ruso estaba diciendo pero guardó silencio y no lo interrumpió. “Negro, este es el momento idóneo para cambiar la percepción de la gente sobre la plata e iniciar una economía alternativa”, continuó el Ruso. La explicación está muy bonita, pero ¿qué vamos a hacer Ruso?”. “Vamos a iniciar una forma de economía que no utilice pesos, sino que utilice nuestro trabajo y buena voluntad como moneda de cambio”. “¡Andate a la mierda, Ruso! ¡Lo que vos decís es que trabajemos gratis! “Si nuestra moneda es la buena voluntad, este pueblo cae en bancarrota y se va a la mierda hoy mismo”, respondió el Negro.

“Es esto o enfrentarnos a terminar utilizando los billetes del estanciero de Pablito Masterson para comprar lo que necesitamos para subsistir, porque no va a haber pesos para nadie”, respondió el Ruso.

El Ruso lucía fuera de sí ese día pero su idea empezó a ganar tracción con el Negro pues ya no había nada que perder y la situación ciertamente iba a empeorar en lo que quedaba del año. El Negro no preguntó nada más y decidió apoyar al Ruso con la operación que bautizó «Esperanza – A la mierda con la plata». Ese mismo día el Ruso le pidió al Negro que hiciera un listado de todos los productos que se consumían en Esperanza de la Sierra con la ayuda de Campito. “A ver si podemos utilizar el cerebro de ‘ese’ para algo bueno”, dijo el Ruso refiriéndose a Campito.

El Negro salió para al banco de inmediato, habló con Carlitos Stevens para que le permitiera utilizar a Campito por un par de días, Carlitos no tuvo otra que dejarlo ir pues el favor que le debía al Ruso no le dejaba opción. Campito organizó su escritorio antes de salir y salió hacia la municipalidad acompañado por el Negro. Cuando Campito vio al Ruso, sintió el deseo incontenible de decir la consigna con la que llevaba amargando al Ruso por un tiempo, «Vasco Mendez intendente», pero el Ruso le dijo antes de que pudiera pronunciar palabra: “Dejate de pelotudeces que esto es serio”, Campito no dijo nada y se sentó en la silla vacía que se encontraba enfrente del escritorio del Ruso, al lado del Negro, escuchó atentamente al Ruso explicarle que tenía que hacer una lista detallada de los productos que se consumían en Esperanza de la Sierra y que debía ordenarla por tipo y procedencia. Campito no preguntó nada porque le pareció una tontería y era mejor que estar perdiendo el tiempo en el banco memorizando los números de DNI de los clientes, así que salió de inmediato con doce ayudantes a hacer la lista de productos, empezó por los locales comerciales y continuó con cada casa del área urbana de Esperanza de la Sierra. La gente le dio la información a Campito y sus ayudantes sin ningún problema a excepción de la Turca que solo dijo: “Si esto es para el Ruso, pues lo tenés claro, pibe, a ese desgraciado ni agua”. Algunas personas preguntaron para qué quería esa información, pero él solo respondía que era para un censo de la municipalidad, los ánimos estaban tan bajos que a nadie le interesó el famoso censo, muchos pensaron que era una tontería más del Ruso.

Dos días después, Campito se acercó al escritorio del Negro y le entregó una carpeta con más de 100 hojas que contenían todos los productos que se consumían en Esperanza de la Sierra. El Negro tomó la lista mientras se reclinaba en su cómoda silla del escritorio, ojeó las múltiples columnas y filas en tan solo unos segundos mientras pensaba que ni él ni el Ruso iban a poder interpretar toda esa información en tan solo un par de días, así que levantó la mirada todavía desorientada con la cantidad de información que había en esos papeles y le preguntó a Campito, aparentando normalidad, “Y vos, ¿ya te sabés la lista de memoria? Mirá que necesitamos que te la sepas de memoria”. Campito miró al Negro por unos segundos y le respondió con un sorprendente sí. El Negro se levantó de la silla, tomó la carpeta con la lista mientras decía entre dientes: “En este pueblo los normales somos tres, este pibe es un genio”.

El Negro entro a la oficina del Ruso seguido por Campito y le entregó la carpeta con la lista al Ruso. El Negro no le dijo que Campito ya se la sabía de memoria para añadir un poco de suspenso al momento. El Ruso ojeó la lista durante unos segundos, luego levantó la cabeza y le dijo al Negro: “Vos sabés que yo pensé que la lista iba a ser más corta”. “No todos somos tan tacaños como vos”, le respondió el Negro con una sonrisa dibujada en la cara. “Descuidá, Ruso, nuestro asistente estrella se sabe la lista de memoria, este pibe es un genio y lo tenemos trabajando de cajero en un banco mientras nuestro ministro de Hacienda no debe saber ni su número de DNI”, dijo. El Ruso le pidió a Campito que se sentara en la silla frente al escritorio y al Negro en la de al lado. “¿Así que vos te sabés la lista de memoria?”, dijo el Ruso con ironía. “Vos lo que sos es un vende humo, a ver, decime cuál es el producto número 527”, preguntó el Ruso.

“Choclo, lo venden el tata, el Polaco y los Chinos, lo traemos desde Buenos Aires importado desde Estados Unidos”, respondió Campito. El Ruso no se lo podía creer, fue un golpe de suerte dijo, así que continuó probando la memoria de Campito por casi dos horas hasta que no le quedó ninguna duda de que se sabia toda la lista de memoria.

“¿Y vos qué tan bueno sos para hacer cuentas?”, le preguntó el Ruso a Campito. “Yo, lo normal de todo el mundo, eso sí, nunca he tenido que usar calculadora”, contestó.

“¿Cómo que nunca utilizás calculadora?”, respondieron el Negro y el Ruso casi al unísono.

El Ruso tomó la calculadora que estaba encima de su escritorio y empezó a preguntar operaciones simples a Campito. Cincuenta y cinco multiplicado por veinte fue la primera operación que preguntó el Ruso. “Mil cien”, respondió Campito casi instantáneamente. El Ruso miró la respuesta en la calculadora y luego asintió con su cabeza mirando al Negro haciéndole entender que la respuesta estaba bien. El Negro se levantó de su silla sorprendido y se ubicó al lado del Ruso. “Metele más números que estaba muy fácil”, le susurró al Ruso en el oído. “Treinta cinco mil multiplicado por dos mil seis cientos cincuenta”, preguntó el Ruso. “Noventa y dos millones setecientos cincuenta mil”, respondió Campito casi más rápido que la operación anterior. Tanto el Negro como el Ruso no podían cerrar la boca de lo asombrados que estaban. El Negro le sacó la calculadora de las manos al Ruso y le preguntó a Campito: “Ciento veinticinco millones cuatrocientos cincuenta y siete mil novecientos treinta cinco elevado al cuadrado multiplicado por dos mil trescientos”. “Cuatro punto cero nueve multiplicado por diez elevado a la diecinueve”, respondió Campito después de tomar un papel para anotar dos números y pocos segundos después. El Ruso miró al Negro y le preguntó: “¿Está bien la respuesta?”, el Negro no respondió pero le mostró la calculadora con la palabra error en la pantalla, el Ruso tomó la calculadora e intentó reiniciarla pero la pantalla se tornó negra y no volvió a funcionar. “La madre que te parió, hasta se rompió la calculadora, este pibe es una máquina”, dijo el Negro sorprendido.

Al Negro y al Ruso no les quedó ninguna duda de las habilidades de Campito después de esa demostración casi sobrenatural de memoria y habilidades para operaciones matemáticas, tampoco les quedó ninguna duda de que necesitarían a Campito para establecer la economía alternativa que el Ruso estaba planeando llevar a cabo. “Viste, Pibe, vos sabés que necesitamos que nos ayudes con unos trámites adicionales a la lista pero tenés que jurar que no le vas a contar a nadie”, le dijo el Ruso a Campito. “Yo no juro por nada ni por nadie, eso está en contra de las enseñanzas de mi grupo espiritual”, respondió Campito. “¡Qué decís, pibe!, ¿de qué grupo espiritual estás hablando?”, preguntó el Ruso. “Los Caballeros Abstractos de la Orden de los Iluminados”, respondió Campito. El Negro y el Ruso abrieron los ojos y se miraron con sorpresa cuando escucharon el nombre del «grupo espiritual» al que pertenecía Campito. “Mirá, pibe, no jures, solo no le digas a nadie lo que te vamos a contar”, le dijo el Ruso. Campito accedió a no decirle a nadie excepto a su líder espiritual que se encontraba de viaje por el sur buscando su «yo» interior.

El Ruso cerró la puerta de su oficina y se sentó en una silla vacía que estaba al lado de Campito, le contó en detalle la idea de no usar plata para comprar y vender productos y le pidió que los ayudara a él y al Negro a terminar de ajustar las tuercas que todavía estaban sueltas en el plan. “O sea que lo que vos querés hacer es como un trueque del siglo XXI”, preguntó Campito. El Negro y el Ruso se miraron con la alegría propia de un descubrimiento de gran magnitud cuando escucharon la frase trueque del siglo XXI, pero ocultaron su emoción antes de responderle aparentando normalidad: “Sí, pibe, como un trueque del siglo XXI”.